A la calle, a por una caja de leche.
Compra rápida, pues el almacén está en la planta baja.
Vuelta al edificio. En la entrada, dos damas de largas faldas, muy recatadamente vestidas, llevan sendos maletines en una de sus manos y, en sus diestras, un folleto cuyo nombre alcanzo a percibir por el rabillo del ojo: "Atalaya".
Comprendo. En silencio y con una sonrisa, me abro paso hacia la puerta ofreciendo un "Buen día". Una de ellas me aborda a la voz de... "Disculpame, estamos ofreciendo...". No es necesario escuchar más, ya sé lo que continúa, vi esa película tantas veces en estos años que llevo andando mi camino... Mi "Te agradezco" es suficiente para dar por finalizado un diálogo innecesario que no tendrá lugar.
Llego hasta la computadora y, en silencio, dejo fluir la energía, que se ha liberado en mí como bocanada de aire puro, aclarando, despejando, más aún, mi cielo íntimo...:

"Yo soy mi Atalaya. Soy la esencia que me nutre con la vida, inabarcable, imposible de ser confinada a un dogma mezquino que sólo ve salvación dentro de los límites acotados de sus creencias y pone al acecho, como perro rabioso, la perdición afuera. Por eso, las religiones e ideologías no me conocen. No me encuentran los que me buscan en los pequeños corrillos mentales. En tales altares, en cambio, se ponen de pie y veneran sus miedos y sus convicciones vueltos sus propios dioses. Las llamadas "sagradas escrituras" que se disputan entre sí la hegemonía de Mi Verdad sólo encierran, entre sus tapas, una idea amasada con la forma de todas sus pretensiones.
Yo Soy El Uno que es Todo, IMPENSABLE."
Se fundía en la espesa negrura el horizonte. Una obscuridad abigarrada fue el marco de su despunte encendido, emergiendo de entre las nocturnas aguas al rojo vivo. Un par de pescadores próximos a mí detuvieron su ameno diálogo y, dando paso al silencio, se oyó irrumpir un "¡oh...!" que vibró, en alas de la brisa costera, como el canto apasionado del hombre rendido de admiración ante su magnífica presencia.




Es un hecho que nada existe en separación, pues somos las hebras de la trama Universal, "fundamentalmente" entrelazadas. Pero, aún, el hombre sostiene creencias que amasan ideologías y, desde ellas, levanta muros en torno de sí, pone alambrados y ve al potencial enemigo en cada rostro, en cada criatura. Hay en ello una confusión tan evidente como necesaria. Y es que, para comprender la Unidad, es indispensable haberse sentido dividido, pues no es posible recuperar aquello que nunca se perdió.
Esta humanidad tiene un tiempo para despertar que no se puede medir, mucho menos con relojes, sino entender desde la lógica de los procesos.

Desesperar por apurar el paso es en vano. Patalear por querer ver el sol cuando está nublado es un sinsentido. Cada etapa trae su sabiduría que aquilatar.





Uno se extravía de sí mismo cuando se esfuerza en adecuarse a perspectivas ajenas, como si zapatos fueran muy a la moda, pero de hormas reñidas con las siluetas de nuestros pies; cuando se empecina en impostar voces que, con todo y sus atractivos, no son propias porque no nacen en lo profundo de la gruta íntima, porque no nos traen la peculiar palabra y, por eso, no pueden contar nuestra historia, amasada en la experiencia recogida en el camino. Asumir una identidad fingida es tan lacerante como portar una corona de espinas, una lanzada al costado derecho de nuestra individualidad (o al izquierdo o, aún, a ambos lados...), como unos clavos que nos sujetan fuerte las manos al ingrato madero de las propias autoexigencias.
Soltarnos de esto requiere de nosotros, tan sólo, sostener fuerte y claro la intención de volver a manifestarnos genuinos a pesar de todo(s), descubriendo que los óleos de nuestra paleta iridiscente son tan deslumbrantes y únicos como irrepetibles y que el paisaje de este mundo quedará mustio y huérfano de nuestra impronta, desnudo de nuestros singulares colores si persistimos en ignorarlos, confinándolos a las sombras del olvido.





La ciudad tiene su propia geografía y una mística urbana que le pertenece. Un paisaje diverso, que gana altura desde el llano de plazas y potreros hacia las cumbres de terrazas y campanarios, de torres y cúpulas, recibiendo, de cara al nuevo Sol, cada jornada amanecida. 










Remontarse a los orígenes del hombre sobre la faz de la Madre Tierra es, veo, esclarecedor. Por techo, el cielo. Si llovía, la gruta en la caverna, el ramaje en el bosque. Por alimentos, lo que el entorno proveía: hierbas, peces, animales. No había afán de acumular pues no tenía ningún sentido hacerlo. Entonces, quedaba tiempo del día para pensar el Universo y observarlo, otearlo a la vez que atisbarlo y dar a luz nuevos lenguajes conque expresar la riqueza del mundo interior, las pinturas, por ejemplo. La Creación cobraba, así, un protagonismo conciente y a falta de distracciones que derivaran la atención y la "intención" hacia la nimiedad de lo superfluo, se reconcentraba la mirada en el significado de una existencia, aún, misteriosa. Todo por develar.
¿Qué pasó luego? Pasó la "Ilusión" del Juego y todo fue (y todo es) perfecto del modo en que ocurrió (y ocurre).