Todo nudo, emplazado en algún lugar físico de nuestro cuerpo, está ahí con un sólo propósito, el de ser "desanudado". Le son preexistentes, como antecedentes, otros nudos, auténticas matrices forjadas con pensamientos y emociones que nosotros mismos hemos creado como respuesta de supervivencia en la interacción con una circunstancia puntual y angustiante de nuestra vida.
Para desatar lo que oprime hay que atreverse a buscar el origen profundo, esa escondida convicción hecha carne, la cuna en donde, aún, continúa meciéndose el dolor que no cesa y que hoy, ante cada evento similar que evoca la causa primera, sigue reavivándose con la misma química desencadenada por los mismos patrones mentales y emocionales de entonces.

El desligar el lazo supone, de nuestra parte, la voluntad clara (luego, el valor) de dar con el cuco tan temido y verlo a la cara para poder reconstituir perspectivas y redimensionar estaturas, ejerciendo la potestad de la conciencia elevada que nos asiste "por herencia divina". Sólo recién quedaremos habilitados para ir por el niño asustado que todavía llora, tomarlo de la mano, devolverle el poder y la confianza en sí mismo y mostrarle que hay otro modo de interpretar los hechos del pasado a la luz compasiva de una mirada renovada.