Se adentra el Sol en el lejano horizonte de la urbe. De pie ante Él, contemplo el derrotero inevitable de su curso luminoso, un río encendido que arrima cobres y oros y bronces majestuosos a la orilla de su ocaso. El vientre del aire se ha poblado del vuelo ligero de bandadas de pájaros que rozan sus tardíos fulgores casi en un saludo místico. Ha sumado, la brisa, su impulso decidido al despliegue escandaloso de las alas, propagando trinos, resonando gorjeos, y, en el bálsamo dorado de las últimas flores del Fuego, se sumerge alucinada de lumbre. 
Precisamente desde mi centro, desde donde la vida pulsa su soplo inextinguible, elevo en silencio la plegaria de mi palabra sutil y fecunda, una estrella que alcanza estos labios para dormirse allí, atardeciendo su propio crepúsculo.